lunes, 10 de agosto de 2009

Que Cuba se abra para los cubanos

Es evidente que todas las dictaduras tienen sus encantos y la de Fidel Castro en Cuba no es una excepción.

El por qué de esa magia de los regímenes de fuerza sobre personalidades destacadas e individuos comunes y corrientes habrá que buscarlo en la psiquis individual y colectiva del animal más complejo de la naturaleza, el hombre.

Es comprensible que el individuo sometido y presionado por un estado policiaco responda positivamente a quien ejerce la fuerza sobre él pero lo que es difícil de asimilar es que, quienes no están sometidos al control represivo, los que no sufren el envilecimiento de la esclavitud defiendan al opresor y no procuren la reivindicación de la víctima máxime cuando existen evidencias concretas de la acción represora de los que detentan el poder político.

Estas reflexiones me las han provocado las consecuencias que se han derivado del viaje de Su Santidad Juan Pablo II a Cuba.

Aparentemente la visita de Juan Pablo II a Cuba ha proyectado la situación existente en la isla a instancias nunca antes consideradas.

Pero, y esta es la paradoja, no son los sufrimientos del pueblo controlado por un estado policiaco; no es la política de discriminación económica que sufre el isleño; no es la ausencia de libertades civiles ni de pluralismo político y no es tampoco la presencia indigesta de un régimen que se acerca a los cuarenta años de poder unipersonal ni la descomposición ética de un sector de la población que es provocado por el envilecimiento de la esclavitud lo que ha conmocionado favorablemente a ciertos círculos eclesiales, intelectuales, empresariales y de gobierno, sino que ha sido el machismo feroz y despiadado de un régimen que dice defender una soberanía que negoció con la extinta Unión Soviética, de un caudillo que vocifera contra el capitalismo y que vende la isla y hasta sus ciudadanos a cualquier transnacional interesada y de una mafia política militar que se están repartiendo los haberes de una nación en quiebra la que motiva la solidaridad y la simpatía de los ya mencionados.

Sin temor a equivocarme señalo que quizás una de las expresiones del pontífice que ha justificado tales actividades solidarias fue aquella en la que manifestó que "Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba" un decir que hubiera tenido una mayor fuerza ética si se le hubiera agregado que "Cuba se abra para los cubanos", y es que si en Cuba se va a producir una apertura deben ser los cubanos de allende y aquende los que primero deben beneficiarse de tal gestión.

La frase, que en mi opinión no es nada afortunada, y sí muy fácil de manipular por los que quieren pescar en las aguas revueltas de una dictadura que fracasó en la confrontación ideológica aunque aún conserva el poder político, continúa identificando al gobierno de la isla con la nación cubana, una errónea apreciación ya que quienes dirigen la República lo hacen en virtud de su eficiencia represiva y no por la voluntad de una mayoría sufragante.

Pero regresemos a lo que ha significado la expresión papal en este mundo ancho y ajeno en el que al parecer los cubanos que son los verdaderos dolientes de lo que acontece en su isla no cuentan para nada.

Si Cuba se hubiese abierto para los cubanos el sistema judicial vigente se habría sustancialmente modificado y no se hubieran producido solo unas simples excarcelaciones que aunque tienen un profundo valor humano, del que nos alegramos, no impiden que en el futuro próximo esos hombres y mujeres, hoy excarcelados, regresen a la vieja mazmorra que fuera su casa. Si Cuba se abriese para los cubanos, la libertad de Asociación y Expresión entre otras muchas libertades ausentes en la Isla sería un derecho inalienable que ningún sátrapa podría conculcar a voluntad. Si Cuba se abriese para los cubanos los religiosos no tendrían que agradecerle al gobierno el permitirle peregrinar en los alrededores de una iglesia, pues ese es un derecho y no un privilegio por el cual se expresa gratitud.

Si Cuba (léase el régimen) se abriese para los cubanos, se elaboraría una nueva constitución, se establecería un estado de derecho, se instituiría el pluralismo político y se respetaría la dignidad del ciudadano.

Si Cuba se abriese para los cubanos, existirían libertades económicas, el ciudadano desarrollaría sus propios negocios, cesaría la política discriminatoria contra la moneda nacional y el individuo nacido en la isla tendría igual derecho que el extranjero, en lo que corresponde a comprar, vender o invertir.

Si Cuba se abriese para los cubanos no habría restricciones para éstos en la entrada y salida de la isla. Los de acá no tendríamos que pagar el pasaporte más caro del mundo, $230.00 con dos años de vigencia, ni solicitar visa para entrar al país en que nacimos que también cuesta la friolera de $125.00. Y los de allá no tendrían que solicitar un permiso de salida, gestión tan humillante como que un cubano tenga que pedir una visa para viajar a su país.

Si Cuba se abriese al mundo, esto no tendría ninguna popularidad entre la feligresía y el clero del castrismo; permitiría que la Cruz Roja Internacional visitase las prisiones, invitaría a la Comisión de Derechos Humanos a recorrer la isla y conversar libremente con sus ciudadanos, cesarían las restricciones y la censura a la prensa nacional e internacional, y el ciudadano extranjero no tendría privilegio a costa de los derechos de un cubano.

Si el mundo se abriese a Cuba (no sé en qué medida está cerrado, si exceptuamos las rocambolesca Ley Torricelli, Helms Burton y el no menos rocambolesco embargo), Cuba disfrutaría de créditos que tendría que pagar y asumiría compromisos económicos que de no satisfacer sufriría serios agravios.

Si el mundo se abriese a Cuba, eso tendría que incluir los cientos de miles de visas que los cubanos de la isla, producto de cuarenta años de frustración, pedirían a gritos para escapar de un barco que en la percepción de ellos nunca dejaría de hacer agua.

Si el mundo se abriese a Cuba la responsabilidad de los males y fracasos de las políticas del gobierno de la isla sería de todos y no solo de los EEUU y entonces, cualquier día podríamos escuchar al dictador proclamar que el principado de Mónaco es el culpable de que unos parásitos destruyeran la cosecha de papas o la cría de cerdos.

Ojala la voluntad del sucesor de San Pedro se cumpla y se produzcan las aperturas que posibiliten una mejor vida en todos los aspectos de los ciudadanos de la mayor de las Antillas, pero temo que sea la dictadura y sus traficantes de fuera y de adentro los que se beneficien con los cambios de una sola frontera y que el sufrido Liborio continúe en el suplicio de un garrote vil construido por un dictador cruel con los clavos y maderos que le regala un mundo que no quiere ver ni escuchar sus lamentos y cicatrices

Pedro Corzo