lunes, 28 de septiembre de 2009

LA EPIFANIA DEL CASTRISMO

Con frecuencia y no poco pesar, cuando medito en la reciente historia de Cuba me doy cuenta con que extrema facilidad el liderazgo castrista pudo infiltrar la conciencia individual y colectiva de un sector importante de la nación cubana. Así pudo lograr una identificación plena entre una parte significativa de la ciudadanía, la adhesión de muchos de sus líderes regulares y un hombre que todos ellos consideraron providencial: Fidel Castro.

 

Tal vez la idea de que lo que estaba ocurriendo era providencial,  fue debido a que en aquellos momentos históricos el ciudadano promedio estaba desalentado; quizás frustrado en sus proyectos como individuo y nación, como consecuencia de los malos manejos gubernamentales y por lo tanto maduros para un Mesías redentor, que hiciera purgar los errores y horrores de los que con vileza habían mancillado la república.

 

Pero el rasero con el que analizamos al pueblo llano y que podemos usar para excusarle en los excesos en que incurrió, porque era él quien sufría directamente las arbitrariedades y tropelías del grupo que regenteaba la sociedad en su conjunto, no es válido para medir la conducta de aquellos que por omisión o participación, y teniendo responsabilidades en los asuntos nacionales, se omnibularon y prestaron o facilitaron la mistificación de un individuo y su entorno; donde solo el elegido decidía y ellos, en una contemplación casi religiosa e indiferente ante el sufrimiento de las nuevas víctimas, le concedieron tiempo suficiente al Redentor  para que éste afirmase y acrecentase el mito, a la vez que los seguidores más fieles de la secta se pudieran apoderar de todo el templo.

 

Por iniquidad, oportunismo o conversión sincera fueron muchos los políticos, empresarios, intelectuales, profesionales y líderes de todo tipo que, junto a una mayoría ciudadana, cedieron sus espacios en la sociedad nacional prescindiendo de sus capacidades críticas y acatando sin objeciones al mensajero de Pan con Libertad.

 

¿En qué se fundamentó aquella confianza nacional? Aquella nueva fe que se basaba en viejas promesas. ¿Sería por las barbas? ¿La proximidad de las navidades y el inicio del nuevo año? El simbolismo que alienó a la nación estaría vinculado a los oportunos Doce, que supuestamente sobrevivieron con el líder; o simplemente era la humildad que exhalaban aquellos luchadores. O a la lírica profunda de un individuo que atraía a las palomas y que algunos de los fieles más enfebrecidos clamaban era la imagen materializada de Jesús.

 

Aquella epifanía herética, entre el agua de Clavelito y la Estigmatizada, ya fuese por montaje causal o casual pero cimentada en los errores de la República, conformó la magia suficiente para que una seducción tan masiva no impidiera que cada uno de los reducidos se creyese protagonista único y por lo tanto capaz de influenciar de manera determinante en los acontecimientos por venir.

 

Aquello tuvo más de religiosidad, por su expresión fanática, que de política. Tal parecía que se inauguraba un tiempo nuevo con todo lo que esto implica de sectarismo e intolerancia: Las familias se dividieron, los extremistas se hicieron presente con la persecución a los no conversos. Anatemas, ofrendas y nuevos mandamientos aparecieron con los inaugurados dioses y pontífices que también eran intocables y omnipotentes.

 

Surgieron santuarios, ritos y cosas sagradas y como contraparte una herejía. La mayoría de ésta, que en su momento laboró y creyó en el nuevo amanecer, con estoicismo heroico pobló las prisiones o estrenaron una novedosa forma de crucifixión que fueron los paredones de fusilamiento, porque fueron éstos los recursos más usados para aplastar las herejías.

 

Tal parece que un sector del país necesitaba un sueño, una quimera y tuvo la voluntad y capacidad de aceptar y sumarse sin reservas al nuevo signo.

 

Lo interesante es que las promesas no eran novedosas. Viejos y repudiados políticos habían utilizado los mismos dichos sin poder conmover una parte importante de la nación. Nación que se caracterizaba por una propensión iconoclasta, que no se distinguía por una religiosidad militante y sí por su individualismo e hipercriticismo. Así como una enfermiza inclinación a ridiculizar a los héroes más venerados sin que esto implicase el irrespeto a su gesta.

 

Sin embargo en esta ocasión no ocurrió lo habitual y el por qué de esto escapa a mi comprensión. El cubano por lo regular rendía culto a la obra y no a su hacedor. Tenía sus caciques, sus líderes, pero estaban conscientes de la falibilidad humana y aunque lo justificasen no intentaban ocultarlas. Pero en esta ocasión tal parece que se conjugaron nuestro sincretismo religioso y los valores atávicos de nuestras culturas más importantes con un conjunto de fenómenos determinados de nuestra historia, sincronía, en el mundo de quimeras ideológicas y realidades políticas de mitad de siglo.

 

Es más factible creer en términos históricos y sin menoscabar las condiciones de excepción del gran sacerdote, que los conversos hicieron una elección desenfrenada en alguien que fuera capaz de sintetizar sus valores y expectativas. Considerando que el nuevo timonel era capaz de conducir la república al punto deseado hicieron tan absoluta y ciega la entrega que algunos solo se percataron del verdadero rumbo cuando le cercenaban su individualidad o derechos y existencias.

 

No es posible concebir que por la sola voluntad de un individuo, y excluyendo la interpretación de éste, de un sentimiento latente en un sector de la ciudadanía, se aceptasen los crímenes como parte inseparable de un gran bien y que una parte de la nación considerase que el fin justifica los medios.

 

Lo sorprendente es que el que supo interpretar los defectos de carácter y formación del pueblo cubano, encamando promesas de Pan y Justicia, era un individuo de historias turbulentas, de claros antecedentes pandilleros, sin vida laboral que lo acreditase, sin valores familiares que le distinguieran y de un constante y conocido oportunismo político.

 

El mito fue tan descomunal que la realidad fue devorada por éste. El individuo sintetizó sueños y promesas. Con lenguaje popular, costumbre de vecino humilde, promesas infinitas y un tuteo personal que le hacía fieles seguidores, fue tendiendo una red donde los incautos cayeron voluntariamente y los rebeldes fueron atrapados sin piedad.

 

En realidad, más que una elección, lo que se produjo en el primer año de la nueva era fue una ascensión plena de misticismo. Repleta de entusiasmo y espontaneidad. Un sector del país no sólo le entregó al máximo líder el poder político, sino que lo estimuló a que personificase la nación y su destino aceptando su voluntad como un mandato final y confiando que el hombre nuevo prometido los redimiría a todos de las vilezas que estaban cometiendo.

 

El Bien y el Mal dejaron de estar representados por conceptos abstractos reconocidos por todos para encasillarse en la variabilidad de juicio del cofrade mayor.

 

El pecado ahora tendría un rápido castigo y la sumisión un pronto premio. Las sentencias se impartirían en la inmediata tierra por lo que no era posible ver no solo quienes elegían el infierno y el paraíso, sino en qué consistían éstos.

 

La devoción atroz con la que se aceptó aquel alumbramiento tenebroso dio origen a un fundamentalismo donde lo más importante no era la doctrina acogida sino el individuo que la representaba. Lo importante no era la <<religión>> que como pensamiento desesperado tenía un curso previsible, sino el <<dios>> que en su hacer caótico provocaba temblores espasmódicos que hicieron presa de la nación escindiéndose ésta en fervorosos y febriles hasta el día de hoy.

 

 

Octubre 1991

Pedro Corzo